EL REGRESO


Afuera los gritos de victoria se adelantaban a las banderas ondeando al viento, recorriendo las calles entre detonaciones al aire. Muchedumbres enfervorecidas pisoteaban los adoquines frente a la casa de Martina, proclamando el nombre de los vencedores y haciendo escarnio de los vencidos.

Ella hacía caso omiso a todo el jaleo y se afanaba en limpiar una y otra vez los muebles. El suelo ya estaba fregado, los cristales invisibles y había sacado la mantelería buena. Volvió a reordenar las sillas en torno a la mesa redonda que presidía la estancia y entró en la cocina.

El guiso al fuego estaba preparado, y se mantendría caliente durante un buen rato más. Tampoco le llevaría mucho tiempo calentarlo de nuevo si fuese necesario. Venancio no tardaría mucho en llegar, y después de tres años sin probar los platos de su madre, no le importaría esperar unos minutos más.

Martina volvió a repasar todo una vez más. No le quedaba nada por hacer, pero no podía sentarse a esperar sin más. La guerra había terminado y su hijo volvía a casa. Venancio era el único hijo que le quedaba después de la muerte de su marido y los otros dos, uno de ellos cuando era sólo un niño, víctima de las fiebres, los otros bajo el cruel fuego enemigo. Su casa había sido una lóbrega caverna desde que los hombres tomaran las armas; postigos cerrados, magras sopas en la mesa. La oscuridad y el silencio habían sido sus compañeros mientras esperaba y rezaba por que todo terminase y los suyos volviesen sanos y salvos. Al menos una parte se había cumplido, al menos uno de ellos volvía a casa.

Cuando oyó la puerta, Martina salió corriendo de la cocina. En la entrada encontró a un soldado con las ropas raídas y polvorientas, la piel tiznada y reseca. Le miró durante unos instantes, insegura de lo que veía. Las mejillas demasiado hundidas, los ojos demasiado oscuros, la mirada... la mirada no era la misma, pero no había duda de que aquel era su pequeño Venancio.

Martina se lanzó a sus brazos, pero él no le devolvió el abrazo y se deshizo de ella como pudo para avanzar por la sala dejando caer una gran mochila que portaba a la espalda. Sus botas fueron dejando huellas de barro en el suelo limpio. Venancio se dejó caer en uno de los sillones.

―He preparado tu guiso favorito ―dijo Martina―. Todavía está caliente.

Venancio no respondió. Su mirada estaba perdida en algún lugar más allá de los muros de la casa. Su rostro parecía la viva imagen del cansancio y el desaliento. Tres años había pasado Martina sin ver a su hijo, más él parecía haber envejecido treinta durante ese tiempo. La sonrisa enérgica con que el muchacho había seguido a su padre y a su hermano mayor desaparecida. El brillo de sus ojos pardos apagado. Era como si su hijo se hubiese quedado olvidado en algún campo de batalla, y sólo el cuerpo hubiese vuelto a casa. Un cascarón vacío.

―Venancio, hijo, ¿qué ha pasado?

Los pozos oscuros en que se habían convertido los ojos de Venancio miraron a Martina con apatía y un dolor inmenso brotó de ellos, dejando adivinar heridas tan profundas como incurables.

―Que ganamos, mamá ―dijo―. Que ganamos.



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