Todos y todas

Lo siento. No puedo evitarlo. Me arde la sangre cada vez que escucho a los políticos de nuestro país –y el pasado año se les oyó más que nunca— decir cosas como “ciudadanos y ciudadanas”, “afiliados y afiliadas”, o uno de los dos peores pares: “todos y todas” (¿no consideran discriminatorio dividir un pronombre que engloba al conjunto de las personas, como si la diferencia de géneros fuese algo irreconciliable?).

La referencia a colectivos mixtos no es un invento moderno, es algo que toda lengua tiene previsto y que, en el caso del castellano, funciona empleando el género masculino para referirse a la clase o al colectivo. Siempre de acuerdo con la RAE (que, recordemos, no dicta cómo debe ser el lenguaje, sino que vela por mantener la esencia del mismo frente a los cambios), el hombre, por ejemplo, es un ser animado racional, varón o mujer; el mecánico es una persona que se dedica a la mecánica (de nuevo, varón o mujer). Resulta lógico que si la clase en singular coincide con la forma masculina, también lo haga el plural mixto. Para algunas personas, sin embargo, esto es un mecanismo sexista que difumina la presencia de la mujer en el lenguaje. No negaré que nuestro pasado cultural (y buena parte de nuestro presente) es claramente machista, y que el lenguaje debe haber absorbido esta característica a lo largo del tiempo. Pero eso no significa que haya habido en ningún momento una actitud deliberada por menospreciar el género femenino en el habla. La economía expresiva es clave aquí, ya que distinguir cada género de cada apelativo convertiría el discurso en una verdadera pesadilla. A nuestros políticos no les importa, porque a fin de cuentas es su trabajo y suele ser suficiente con remarcar unos cuantos ciudadanos y ciudadanas aquí, un afiliados y afiliadas por allá. Si analizamos alguno de sus discursos con detenimiento, podemos observar que a menudo obvian este hábito y, por supuesto, no nos damos cuenta porque nos suena normal, no percibimos nada raro por escuchar un “todos” sin su “todas”, o un “compañeros” sin su “compañeras”. La RAE se opone tácitamente a estas prácticas y, en mi opinión, también lo hace el sentido común. Es la forzosa deformación del discurso por interés de la corrección política quien insiste, y con ello quien fomenta el ver discriminación donde no la hay, pues la lengua es mucho más flexible de lo que pensamos y las palabras se adaptan a nuestra intención, resultando ofensivas o no, discriminatorias o no, más por nuestra voluntad que por su definición. Siempre nos quedará la opción de inventar un nuevo género neutro o colectivo, pero teniendo en cuenta que los idiomas no se crean de la noche a la mañana, y con la cantidad de hablantes que tiene el castellano en el mundo, ésta sería una ardua y lenta tarea. (Tarea que, por cierto, ya parece haber comenzado en América, por ejemplo, con el uso del término latinx para englobar latinos y latinas.)

Una costumbre popular empleada en el lenguaje escrito como solución a este problema, y que me causa todavía más aprensión, es el uso de la arroba como símbolo que engloba las grafías de la «a» y la «o». Además de no ser útil en todos los casos (profesores y profesoras, por ejemplo), es aplicable sólo al texto escrito (no soluciona nada en el lenguaje hablado, salvo que se invente una pronunciación para @) y conviene recordar que la arroba no es un signo lingüístico, sino un símbolo tipográfico que, en Español y Portugués, designa una unidad de masa, peso o volumen, y que se usa en informática para referir al servidor de las direcciones de correo electrónico debido a que su nombre anglosajón coincide con la preposición at (en, como: tu nombre «en» correo.com).

En fin, porque parece que todavía quedan discursos políticos para rato, ojalá no nos acostumbremos a escuchar estas redundancias ni nos dejemos impresionar por la retórica. Cabe preguntarse si quien insiste en forzar una diferenciación lingüística cuando no es necesario hacerlo, es mucho más consciente de esa misma diferenciación, de esa división –de géneros, en este caso—, que quien no lo hace. Dije al principio que «todos y todas» es uno de los dos peores pares; el segundo resulta todavía más irónico: «juntos y juntas» (pero separados).

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