Cosa de risa

Hace poco pude ver en televisión una de esas comedias norteamericanas que acompañaron mi adolescencia en los años 90 y volví a reírme, en gran medida gracias al efecto nostalgia, ese fenómeno que nos devuelve a otro tiempo y a las memorias positivas que de entonces conservamos. Pero también me di cuenta, desde la perspectiva actual, de lo terriblemente homófobos que eran buena parte de los chistes, normalmente a expensas de un protagonista aterrorizado por personajes gay que parecen conformar alguna clase de amenaza (siempre con mucha pluma o con mucho cuero).

Esto me llevó a pensar sobre esas variantes del humor que no siempre son bien aceptadas (el humor racista, el humor sexista, el humor negro…) y sobre ese reiterado debate acerca de si el humor debería tener límites. Les adelantaré mi opinión: no, no debería tenerlos.

Por supuesto que el humor puede ofender, a menudo incluso se basa en hacerlo ―y hay quien dice que no se puede hacer humor sin ofender―. Pero tanto se puede ofender a alguien con un chiste inapropiado como llamándole caranchoa. Sucede cuando lo hacemos a la cara, de forma personal, o burlándonos de alguien específico. Otra cosa es el humor despersonalizado, aquel que podemos ver en una película, escuchar en un monólogo o leer en un tuit, y que no tiene un blanco directo ni busca ofender a nadie en particular. ¿Puede alguien sentirse ofendido igualmente? Por supuesto que sí, pero sentirnos ofendidos no nos otorga ningún derecho. Podemos sentirnos ofendidos por cualquier cosa, desde un insulto hasta un gesto de mala educación o ver a alguien que lleva sandalias con calcetines. Si el sentirse ofendido fuese suficiente para exigir alguna clase de gratificación, viviríamos en un estado policial constante en el que la única solución sería no relacionarse con nadie.

Sin embargo, es cada vez más común oír voces que critican estas formas de humor aludiendo a que perpetúan estereotipos negativos. En mi opinión el humor no es algo didáctico y no se dedica a extender unas determinadas visiones del mundo, sino a reírse de ellas. Para que los chistes extremos a los que me refiero surtan efecto se necesitan dos cosas: una transgresión de lo políticamente correcto, y el reconocimiento de dicha transgresión. Un chiste sexista, por ejemplo, no promueve un estereotipo sexista, sino que tan sólo se apoya en él; hace falta que entendamos el chiste (tanto quien lo pronuncia como quien lo escucha) como algo sexista para que sea tal, de lo contrario sería un simple comentario u opinión, la expresión de una idea y no un motivo de risa. Cuando nos reímos de un chiste de este tipo es porque reconocemos en él la transgresión, luego podemos identificar las barreras y los límites, y sin ellas el chiste perdería su esencia.

A colación de esto me gustaría mencionar el caso de David Suárez, un joven cómico que hace apenas un par de meses fue acosado después de publicar un chiste en Twitter (parte de su trabajo como comediante) en el que hacía alusión a alguien con síndrome de Down. Las críticas se cebaron con él y David perdió su empleo. A pesar de esto, no pidió disculpas, como le exigían los ofendidos, porque no había hecho nada malo. Y estoy de acuerdo. No podemos doblegarnos a los que se ofenden cuando sobre ellos no se ha dirigido ninguna ofensa. Si no se pueden hacer chistes sobre personas con síndrome de Down, ¿por qué sí se puede con otros colectivos, como los informáticos, las rubias, los italianos o los de Lepe? ¿Acaso habría que censurar todo el humor en general, por si acaso alguien se ofende?

Si se sienten ofendidos por los chistes o comentarios de un personaje público, la solución es bien sencilla: no vuelvan a prestarle atención. Pero no permitamos que nadie prohíba lo que no le gusta porque les puedo asegurar que lo que ustedes aceptan, a alguien, en alguna parte, le ofende.

Comentarios