Nucleares sí, gracias

En los años 80 y 90 del pasado siglo, uno de los principales lemas de los movimientos ecologistas fue el del rechazo a las centrales nucleares. Era algo comprensible, especialmente después de un desastre como el de Chernobyl (1986), al que se asocian unos 4.000 fallecidos y un área de 2.600 km2 que aún hoy sigue siendo altamente radiactiva y peligrosa para los seres humanos.

Los viejos prejuicios sobre la energía nuclear se han mantenido hasta hoy en día, cuando varios partidos, principalmente los de izquierdas, exigen el cierre de todas las centrales nucleares. No se dan cuenta, sin embargo, de que esto sería un atentado ecológico de consecuencias terribles.

Las ideas sobre la energía nuclear con las que se alimentó la ficción de finales del siglo XX distan bastante de la realidad. Antiguamente, las historias apocalípticas adelantaban un mundo post-nuclear en el cual el planeta había sido barrido de todo rastro de vida y convertido en un desierto estéril. Sin embargo, en la zona de exclusión de Chernobyl, donde la radiación es demasiado alta para nosotros, los bosques han reclamado el terreno y la vida salvaje prolifera de manera imparable. La radiación, por mortífera que nos parezca, no ha logrado hacer mella contra la fuerza imparable de la vida en nuestro planeta.

El verdadero peligro hoy en día lo tenemos con las centrales de energía basadas en combustibles fósiles, como el carbón y el gas. La quema de estos combustibles para producir energía genera una contaminación que no sólo contribuye en gran medida al calentamiento global, sino que es responsable, según la OMS, de 3 millones de muertes al año en el mundo. La alternativa más popular para estas centrales de energía son las fuentes de energía renovable, como la energía hídrica, la eólica y la solar. Pero la solución no es tan sencilla como cambiar de unas a otras; la energía hídrica, proveniente de presas o mareas, aporta apenas un 15% de la energía consumida en nuestro país, y su gestión no está exenta de costes ecológicos. Y las energías eólica y solar, aunque con capacidad para abastecer a ciudades enteras a bajo coste, tienen un grave inconveniente: su intermitencia.

Verán, a diferencia de otros productos, como el petróleo, que puede extraerse y almacenarse, la energía eléctrica no puede almacenarse, al menos no en grandes cantidades. Esto provoca que la energía que consumimos se esté produciendo al mismo tiempo; cuando hay mayor demanda, hay que producir la energía en el momento en que se demanda. No es difícil imaginar el problema con las energías renovables; puesto que no podemos controlar el clima, no podemos depender de fuentes de energía eólica o solar, ya que unas condiciones meteorológicas adversas nos dejarían sin electricidad en cualquier momento (con el caos que esto supondría para todo tipo de actividades).

Así pues, a fin de mantener una producción de energía de acuerdo a nuestras necesidades, y hasta que encontremos otra solución (y recalco esto de hasta que), la energía nuclear es el método más limpio y seguro de producir energía como complemento a las fuentes renovables. Las centrales nucleares no producen CO2, los residuos nucleares que generan, aunque engorrosos, son poco cuantiosos y manejables. Es más, podemos invertir todavía más en seguridad y los terribles desastres del pasado nos han enseñado mucho sobre cómo actuar. El accidente nuclear grave más reciente, en la central japonesa de Fukushima (2011), tuvo el mismo nivel de severidad que el desastre de Chernobyl (grado 7 en la Escala Internacional de Accidentes Nucleares) y produjo una zona de exclusión con un radio de 20 km y unos 160.000 evacuados, pero ni una sola muerte a causa de la radiación.

Creo que va siendo hora de actualizar algunos de nuestros prejuicios del pasado y comprender que estamos en una nueva época y que nos enfrentamos a problemas que requieren soluciones que quizás no sean perfectas, pero que en cualquier caso serán mejores que seguir ahondando en la herida.

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