Arrímate a mí

Dice el refrán que «Quien a buen árbol se arrima, buena sombra le cobija.» Bajo la misma premisa se produce un fenómeno en el lenguaje por el cual algunos términos son yuxtapuestos a otros para que la sombra de los unos influya a los otros.

Para que se produzca este fenómeno hacen falta dos cosas. La primera es lo que llamaré el término árbol, que es un término de connotaciones innegables e inamovibles, una palabra sobre cuyo significado o implicaciones todo el mundo está de acuerdo y nadie pone en duda. La segunda cosa es el término arrimado, una palabra que puede referirse a un concepto de moda y sobre el cual las opiniones son más diversas o ambiguas. Les daré algunos ejemplos.

El sustantivo racismo (y su adjetivo racista) es un claro ejemplo de término árbol. Todos estamos de acuerdo en que es algo negativo e incluso quienes lo ejercen de manera más descarada se niegan a emplear su nombre con orgullo. Nadie argumenta a favor del racismo empleando esta misma palabra porque es muy difícil verla con buena luz, o siquiera de manera neutra. Así pues, los términos arrimados que coloquemos a la vera de racismo se verán cubiertos por su sombra y se teñirán de esas mismas connotaciones. Se puede acusar de este modo a alguien de ser un racista conservador, formando así un binomio en el cual la palabra conservador (término que por sí solo no es ni bueno ni malo) se tiñe de la sombra del primero y donde parece que negar lo uno supone también negar lo otro.

Esto no pasa sólo con palabras que tienen connotaciones negativas. Otro ejemplo de término árbol podría ser el de la palabra democracia. De por sí es un término que designa un sistema político, y el consenso general es que es el más deseable para una sociedad igualitaria, por lo que nadie se atreve a ir en su contra (incluso las dictaduras más férreas se autoconsideran democráticas y dicen defender la voluntad popular). Así, las palabras que pongamos a la vera de este sustantivo se cubren de una sombra benigna que las hace parecer más justas, más benévolas y apetecibles.

Todo esto son, al final, juegos dialécticos del lenguaje en los cuales los profesionales de la política están bien versados. Gracias a ellos ilustran sus discursos maniqueístas para clasificar a los ciudadanos y a sus rivales en buenos o malos. Si algún rasgo no tiene un cariz concreto o bien definido, arrímeselo a un término árbol y así no habrá lugar a dudas. Cualquier idea difundida por los rivales será racista, machista o fascista, mientras que cualquier propuesta de nuestra parte irá acompañada de palabras como democrática, progresista o feminista. De esta manera se evita que los ciudadanos tengan que hacer el esfuerzo de pensar y razonar, cosa que nunca les conviene a quienes buscan ejercer el poder.

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