Amores ponzoñosos

A mediados de noviembre, la violencia de género en España se ha cobrado ya tantas víctimas mortales como el pasado 2016. Si bien esta cifra no es la más alta que se ha visto en los últimos diez años, el número de denuncias por este tipo de violencia sí ha seguido un ritmo ascendente, imparable, y sólo en la primera mitad de este año se han acumulado ya mas de 10.000 denuncias por encima de la cifra del mismo período del año anterior (según cifras del Portal estadístico para la violencia de género del Ministerio de Sanidad, Servicios sociales e Igualdad).

¿No es hora ya de que estas cifras vayan en descenso en lugar de seguir aumentando? Una respuesta habitual es que ahora las víctimas se atreven a denunciar más, pero eso es un magro consuelo, ya que no reduce el número de delitos, ni significa que se vayan a reducir en el futuro. Que las mujeres tengan el valor para denunciar es fundamental, pero estamos viendo demasiado a menudo que no es ninguna garantía de seguridad.

Está claro que hacen falta más medios. Es una respuesta simple, evidente, pero no por ello menos cierta. Hacen falta medidas inmediatas. Acoger a las víctimas desde el momento en que denuncian, ofreciéndoles un lugar seguro al que mudarse (ya se hace en otros países). Ofrecer apoyo y protección, no en papeles sino física, con psicólogos, mediadores y policías que acompañen a las personas en situación de riesgo cuando van a estar fácilmente localizables. ¿Estamos dispuestos a hacer sacrificios para ello? Porque hay cosas que pueden esperar, pero cuando una persona está amenazada de muerte, llega un día en que es demasiado tarde para hacer nada. No es cuestión de legislar con mayores penas ni agravantes, no se trata de exigir condenas ejemplares porque en la mayoría de los casos esta violencia va acompañada de unos sentimientos tan viscerales que los castigos y las órdenes de alejamiento son completamente inútiles. ¿Qué le importa si son diez o veinte años de cárcel a alguien que está dispuesto a acabar con su propia vida después de matar? El castigo puede funcionar como detrimento en los delitos a sangre fría, pero nunca en los pasionales.

Esto es hablando de medidas inmediatas, a corto plazo. Medidas para paliar el problema, pero no para ponerle fin. Para acabar con el problema de raíz hay que ir a la raíz del problema (valga la redundancia). En España llevamos ya 40 años de democracia, 40 años en los que las mujeres (víctimas por definición de la violencia de género) ya pueden, en términos legales, estudiar, trabajar, ser independientes en igualdad con los hombres. Claro que las cosas no iban a cambiar de la noche a la mañana, pero ¿cómo puede ser que a estas alturas todavía vayan en aumento los casos de violencia de género? ¿Qué hemos hecho mal hasta ahora? Resulta terrible ver cómo entre los jóvenes todavía hay gente que justifica los celos en la pareja con argumentos como: «Es que me importas mucho». O cómo algunos pueden referirse a sus parejas con expresiones como: «Lo mío es mío». Gestos como controlar la actividad en redes sociales, la forma de vestir o las amistades; expresiones como las mencionadas o si la pareja «te deja» o no hacer algo, todo eso deberían ser claras voces de alarma no sólo para las víctimas, sino para todas las personas a su alrededor. No para decirles lo que deben hacer, pero sí para hacerles notar que estamos ahí, que no tienen por qué aguantar, que no están solas y que tienen alternativas.

El amor puede ser un sentimiento pasional y arrebatador, puede ser una de las cosas más hermosas que una persona puede experimentar, pero también puede ser venenoso, una gangrena emocional que devora desde dentro al individuo y que, aún peor, puede llevarse a otros por delante. El amor no tiene una sola cara, presenta muchos aspectos y es un sentimiento irrefrenable, pero eso no significa que no tengamos que aprender a amar y, sobre todo, a darle a espalda a esos amores ponzoñosos.

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