Filosofía y psicofármacos

Hace poco leí un reportaje sobre el uso y abuso de psicofármacos en España y, más concretamente, en la provincia de Alicante. Al final del mismo se mencionaba un detalle, una idea, que me pareció merecedora de mayor consideración y difusión.

El reportaje en cuestión, aparecido en el diario Información, mencionaba que España lidera el consumo de ansiolíticos y antidepresivos en Europa, y que en la provincia de Alicante las recetas de estos fármacos han aumentado un 31% en los últimos diez años. Y es que la depresión y los trastornos de ansiedad se están convirtiendo en una pandemia silenciosa, rodeada por un estigma de ignorancia y vergüenza a partes iguales. La OMS ya sitúa a la depresión como la principal causa de discapacidad en todo el mundo (si bien en España andamos algo retrasados en este aspecto, en otros países europeos ya se considera una discapacidad a efectos laborales y de ayudas sociales tanto como otras de carácter físico), y cifra actualmente en cerca de dos millones y medio los afectados por depresión en España, y cerca de dos millones los afectados por trastornos de ansiedad. Se atribuyen 788.000 muertes al año a suicidios relacionados con casos de depresión, sin sumar los intentos fallidos. Si a esto añadimos que la mitad de los enfermos por ansiedad y depresión no reciben tratamiento, o no reciben el tratamiento adecuado, podemos hacernos una idea de la magnitud del problema.

La idea que apuntaba el reportaje y a la que me refería al comienzo parte de que una de las causas del aumento del consumo de psicofármacos es la cultura popular del «estar bien ya y sin dolor». La abundancia de información y mensajes referidos al «no tienes por qué soportar ningún dolor ni padecimiento» se extiende de lo físico a lo mental y nos hace buscar soluciones rápidas, en forma de píldora, para los problemas del ánimo interno. El reportaje termina apuntando, y aquí es donde quería llegar, la influencia que en todo esto tiene la reducción de la enseñanza de humanidades.

Las clases de ética y filosofía tienen el objetivo no sólo de rellenar currículum académico y dar a conocer los nombres de importantes pensadores, sino de transmitir a los jóvenes las conclusiones sobre la vida a las que otros, que han reflexionado mucho sobre ello, han llegado. Aportan algo más que una serie de datos, nombres y fechas que memorizar y vomitar en un examen. Nos hablan de cómo se ve la vida desde otra perspectiva, de cómo otros han entendido el mundo. Nos abren la mente y nos invitan a cuestionar las cosas, a reflexionar, y quizás a no chocar contra esa barrera invisible tras las que se esconden promesas resplandecientes.

A los que desprecian las asignaturas de humanidades les suele dar por decir que no sirven para nada, que no tienen aplicación práctica o laboral como las matemáticas o la economía. Para los que ignoran las humanidades porque prefieren datos más concretos, he aquí algunas cifras: el coste de los estados de depresión y ansiedad en Europa se estima en 170 mil millones de euros (cifra de la OMS), siendo la mayoría del mismo un coste indirecto en pérdida de horas de trabajo, bajas por enfermedad y jubilación anticipada. La depresión afecta cada año a una de cada cuatro personas en Europa y produce una pérdida de la productividad del 50%, tanto por absentismo como mientras el trabajador está presente. De aquí podemos deducir que los problemas de ánimo y salud mental tienen una influencia muy considerable en la economía y en lo “práctico”. ¿Y si pensásemos un poco más en preparar a los jóvenes para enfrentarse no sólo a las pruebas de evaluación de los informes PISA, sino a la vida? ¿Y si esas asignaturas “inútiles” fuesen la pieza clave que hace que lo demás funcione? Como ya dije, creo que es una idea sobre la que vale la pena reflexionar.

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