Libertad de expresión


El tema de la libertad de expresión ha aparecido con frecuencia en los medios últimamente. Se trata de un derecho fundamental consagrado en la Declaración Universal de los Derechos Humanos, que estipula que toda persona tiene derecho a expresar libremente sus opiniones e ideas, si bien no sin que de ello se deriven responsabilidades. Todos estamos de acuerdo en que se trata de una de las bases de las sociedades libres (y por eso suele ser uno de los primeros derechos suprimidos en los regímenes totalitarios).

En España, gracias a legislaciones como la apodada ley mordaza, la garantía de este derecho quedó en entredicho, por ejemplo, al crear márgenes ambiguos sobre lo que puede ser considerado delito de odio. Muchas cosas pueden incitar al odio. De hecho a mí me incita al odio que se defienda a corruptos y ladrones, pero algunos ven más amenaza en titiriteros, canciones y pancartas. Un delito como este requiere de una enorme precisión en sus definiciones para no convertirse en un recurso arbitrario (un recurso, además, sólo al alcance de aquellos individuos u organizaciones capaces de asumir los costes económicos y temporales de un proceso judicial).

Está claro que hay declaraciones, tuits y letras de canciones que son de evidente mal gusto. La cuestión es si pensamos o no que tienen influencia y responsabilidad sobre su audiencia. A primera vista pensaríamos que sí, que si un mensaje sugiere matar guardias civiles y alguien se lo toma al pie de la letra, el mensajero debería asumir cierta responsabilidad por haber animado al delincuente. Pero pensemos lo que eso implica para todo mensaje que se difunde, y ha difundido, a lo largo de la historia. Películas, canciones, libros… Piensen en el contenido y en las opiniones vertidas, no ya por el autor ni el protagonista, sino por cualquiera de los personajes. Si alguien se siente influido por esas opiniones, animado incluso a cometer un acto delictivo, ¿deberíamos culpar también al autor de la obra? Creo que siempre va a haber individuos que no entiendan los mensajes y se tomen las cosas al pie de la letra, algo que puede hacerse incluso con los dibujos animados (no digamos ya con los textos sagrados de varias religiones). Pero si tratamos a las personas como simples autómatas susceptibles de ser manipulados e incapaces de pensar por sí mismos, de discernir cuando un mensaje es simplemente un disfraz para expresar la frustración o la angustia, o una broma, o mero sarcasmo barato, entonces corremos el riesgo de acabar con toda la creación artística. Porque toda obra puede ser interpretada. Para bien o para mal.

En una sociedad idealizada donde predominasen el civismo y el respeto, donde todos estuviésemos de acuerdo y nos quisiéramos y todo nos pareciese fantástico, el derecho a la libertad de expresión sería innecesario. Pero el mundo no es así, y la libertad de expresión se pone a prueba precisamente cuando escuchamos lo que no nos gusta, lo que nos repugna o incluso lo que nos ofende.

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